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Noticias -> Politica

El buen político no se hace ilusiones, no aspira a cuadrar el círculo y sabiendo

08/17/04

Arte de cínicos

El buen político no se hace ilusiones, no aspira a cuadrar el círculo y sabiendo que debe inevitablemente escoger, hace de tripas corazón, y escoge

Por Carlos Peña de la Revista Qué Pasa de CHILE

Fue en Between Past and Future, si no recuerdo mal, donde Hanna Arendt reflexionó acerca del valor de la verdad en la política. Fueron los Documentos del Pentágono -ese amasijo de astucias y de mentiras sobre Vietnam- el motivo que la incitó a escribir ese ensayo y preguntarse por qué la verdad parece tener tan poco valor en la política. Sorprendiendo al lector, y en vez de condenar la mendacidad de quienes se dedican a la política, Hanna Arendt sugiere que la mentira -el falsear los acontecimientos, el presentarlos distintos de como son- muestra la voluntad del político de modificar los hechos, de cambiarlos a su antojo. Si no pudiéramos torcerle la nariz a la realidad mediante la mentira ¿cómo podríamos derrotarla mediante la acción? La mentira que abunda en la política no mostraría exactamente la inmoralidad de la política, sino su peculiar naturaleza.

Ésa era también, en cierto sentido, la opinión de Maquiavelo. Experto en traiciones y en violencias (no porque las infligiera, sino porque las estudió con pasión de entomólogo), él creyó ver en ellas una conducta que es propia de la especial racionalidad de la política. En política, sugirió Maquiavelo, el bien no siempre produce bien (a menudo, creyó, es resultado del mal). Si usted respeta escrupulosamente las reglas morales -usted no miente, no hace trampas y pone la otra mejilla- entonces será un "profeta desarmado" y el poder se le acabará yendo de las manos o, si aspira a él, no lo alcanzará nunca. Lo que Maquiavelo sugiere es que las acciones políticas que parecen desdorosas (como la traición, la mentira o las emboscadas de toda índole) no son fruto de la pasión irreflexiva o del desánimo repentino. Por el contrario -observó Maquiavelo leyendo a Tito Livio- son la indecisión o la demora en algún asunto de interés público los que resultan de la pasión y de la malignidad. El buen político no se hace ilusiones, no aspira a cuadrar el círculo y sabiendo que debe inevitablemente escoger, hace de tripas corazón, y escoge. ¿Significa eso que todos quienes aspiran al poder son inmorales y que se hacen entre sí zancadillas y trampas con la dedicación con que otros hacen deporte? Por supuesto que no, dice Maquiavelo. Lo que ocurre es que la actividad política tiene reglas y valores propios, distintos a los de otras esferas de la actividad humana. Usted no puede, sugirió Maquiavelo, salvar su patria (que es la tarea del buen político) y, al mismo tiempo, salvar su alma. Usted debe escoger y quienes se dedican a la política ya han hecho, para bien o para mal, esa elección definitiva.

Algo semejante es lo que sugiere Weber en la famosa conferencia acerca de la política como vocación: el político es quien sabe que en este mundo hay que escribir con letras torcidas y alcanzar los propios fines mediante la astucia, sabiendo avanzar dos pasos para retroceder uno. Mientras los que profesan una moral de convicción se muestran dispuestos a sacrificarlo todo al logro de sus ideales más puros -pues cualquier retroceso les parece una renuncia-, los que mantienen una moral de la responsabilidad saben que, con frecuencia, es necesario sintonizar las propias creencias con la tosca realidad y, a veces, saber renunciar temporalmente a ellas para, en cambio, alcanzarlas en el largo plazo. La responsabilidad moral del político no consiste entonces en ceñirse con estrictez a un código de conducta, sino en estar atento a las consecuencias de sus acciones y a la salud de la república. El buen político sabe que las mejores intenciones y las convicciones más firmes, producen a veces resultados malos y que las creencias irrenunciables se parecen a veces a una ceguera moral (todo lo cual lo sabía, por supuesto, Aristóteles, para quien la tarea moral estaba representada por el piloto que conduce un barco en medio de roqueríos, esquivando por aquí y allá lo peor).

¿Significa lo anterior que la seguidilla de operaciones, de mentiras y de trampas a que la política local, de uno y otro signo, nos está acostumbrando, está revestida de una dignidad que se nos había escapado y que un Maquiavelo redivivo sí sería capaz de ver? ¿Quiere decir acaso que las zancadillas y pequeñas traiciones de que está infectada la política cotidiana en nuestro país poseen, a fin de cuentas, dignidad moral y que quienes las llevan a cabo están sacrificando su alma para salvar su patria? Ninguna de las anteriores opiniones conduce, me temo, a esa conclusión. Esas zancadillas y esas traiciones -esas astucias- no poseen la dignidad que los clásicos creyeron ver en la política y tras ellas suele no haber nada. Con frecuencia, las trampas, las rencillas y las operaciones que observamos hoy día no están animadas por el interés de la república (la virtud de que hablaba Maquiavelo) o por los intereses de largo plazo del Estado. Se trata de acechanzas que se realizan en medio de la competencia política, movidas por el afán personal de mostrar los propios bíceps o, lo que es lo mismo, por la simple estupidez, como si la política -en vez de ser ese quehacer complejo que estudiaron Arendt, Maquiavelo o Weber- fuera nada más un juego de pícaros, un simple arte de cínicos.





Tomás Alberto Avila
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