Arte de cÃnicos
El buen polÃtico no se hace ilusiones, no aspira a cuadrar el cÃrculo y sabiendo que debe inevitablemente escoger, hace de tripas corazón, y escoge
Por Carlos Peña de la Revista Qué Pasa de CHILE
Fue en Between Past and Future, si no recuerdo mal, donde Hanna Arendt reflexionó acerca del valor de la verdad en la polÃtica. Fueron los Documentos del Pentágono -ese amasijo de astucias y de mentiras sobre Vietnam- el motivo que la incitó a escribir ese ensayo y preguntarse por qué la verdad parece tener tan poco valor en la polÃtica. Sorprendiendo al lector, y en vez de condenar la mendacidad de quienes se dedican a la polÃtica, Hanna Arendt sugiere que la mentira -el falsear los acontecimientos, el presentarlos distintos de como son- muestra la voluntad del polÃtico de modificar los hechos, de cambiarlos a su antojo. Si no pudiéramos torcerle la nariz a la realidad mediante la mentira ¿cómo podrÃamos derrotarla mediante la acción? La mentira que abunda en la polÃtica no mostrarÃa exactamente la inmoralidad de la polÃtica, sino su peculiar naturaleza.
Ésa era también, en cierto sentido, la opinión de Maquiavelo. Experto en traiciones y en violencias (no porque las infligiera, sino porque las estudió con pasión de entomólogo), él creyó ver en ellas una conducta que es propia de la especial racionalidad de la polÃtica. En polÃtica, sugirió Maquiavelo, el bien no siempre produce bien (a menudo, creyó, es resultado del mal). Si usted respeta escrupulosamente las reglas morales -usted no miente, no hace trampas y pone la otra mejilla- entonces será un "profeta desarmado" y el poder se le acabará yendo de las manos o, si aspira a él, no lo alcanzará nunca. Lo que Maquiavelo sugiere es que las acciones polÃticas que parecen desdorosas (como la traición, la mentira o las emboscadas de toda Ãndole) no son fruto de la pasión irreflexiva o del desánimo repentino. Por el contrario -observó Maquiavelo leyendo a Tito Livio- son la indecisión o la demora en algún asunto de interés público los que resultan de la pasión y de la malignidad. El buen polÃtico no se hace ilusiones, no aspira a cuadrar el cÃrculo y sabiendo que debe inevitablemente escoger, hace de tripas corazón, y escoge. ¿Significa eso que todos quienes aspiran al poder son inmorales y que se hacen entre sà zancadillas y trampas con la dedicación con que otros hacen deporte? Por supuesto que no, dice Maquiavelo. Lo que ocurre es que la actividad polÃtica tiene reglas y valores propios, distintos a los de otras esferas de la actividad humana. Usted no puede, sugirió Maquiavelo, salvar su patria (que es la tarea del buen polÃtico) y, al mismo tiempo, salvar su alma. Usted debe escoger y quienes se dedican a la polÃtica ya han hecho, para bien o para mal, esa elección definitiva.
Algo semejante es lo que sugiere Weber en la famosa conferencia acerca de la polÃtica como vocación: el polÃtico es quien sabe que en este mundo hay que escribir con letras torcidas y alcanzar los propios fines mediante la astucia, sabiendo avanzar dos pasos para retroceder uno. Mientras los que profesan una moral de convicción se muestran dispuestos a sacrificarlo todo al logro de sus ideales más puros -pues cualquier retroceso les parece una renuncia-, los que mantienen una moral de la responsabilidad saben que, con frecuencia, es necesario sintonizar las propias creencias con la tosca realidad y, a veces, saber renunciar temporalmente a ellas para, en cambio, alcanzarlas en el largo plazo. La responsabilidad moral del polÃtico no consiste entonces en ceñirse con estrictez a un código de conducta, sino en estar atento a las consecuencias de sus acciones y a la salud de la república. El buen polÃtico sabe que las mejores intenciones y las convicciones más firmes, producen a veces resultados malos y que las creencias irrenunciables se parecen a veces a una ceguera moral (todo lo cual lo sabÃa, por supuesto, Aristóteles, para quien la tarea moral estaba representada por el piloto que conduce un barco en medio de roquerÃos, esquivando por aquà y allá lo peor).
¿Significa lo anterior que la seguidilla de operaciones, de mentiras y de trampas a que la polÃtica local, de uno y otro signo, nos está acostumbrando, está revestida de una dignidad que se nos habÃa escapado y que un Maquiavelo redivivo sà serÃa capaz de ver? ¿Quiere decir acaso que las zancadillas y pequeñas traiciones de que está infectada la polÃtica cotidiana en nuestro paÃs poseen, a fin de cuentas, dignidad moral y que quienes las llevan a cabo están sacrificando su alma para salvar su patria? Ninguna de las anteriores opiniones conduce, me temo, a esa conclusión. Esas zancadillas y esas traiciones -esas astucias- no poseen la dignidad que los clásicos creyeron ver en la polÃtica y tras ellas suele no haber nada. Con frecuencia, las trampas, las rencillas y las operaciones que observamos hoy dÃa no están animadas por el interés de la república (la virtud de que hablaba Maquiavelo) o por los intereses de largo plazo del Estado. Se trata de acechanzas que se realizan en medio de la competencia polÃtica, movidas por el afán personal de mostrar los propios bÃceps o, lo que es lo mismo, por la simple estupidez, como si la polÃtica -en vez de ser ese quehacer complejo que estudiaron Arendt, Maquiavelo o Weber- fuera nada más un juego de pÃcaros, un simple arte de cÃnicos.
Tomás Alberto Avila
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